/** * (c) 2000-2011 Carlos G�mez Rodr�guez, todos los derechos reservados / all rights reserved. * Licencia en license.txt / License in license.txt * File created: 26/07/2012 12:23:40 */ package eu.irreality.age.util.compression; /** * @author carlos * */ public class TestStringCompressor { public static void main ( String[] args ) throws Throwable { String s = "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que viv�a un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, roc�n flaco y galgo corredor. Una olla de algo m�s vaca que carnero, salpic�n las m�s noches, duelos y quebrantos los s�bados, lentejas los viernes, alg�n palomino de a�adidura los domingos, consum�an las tres partes de su hacienda. El resto della conclu�an sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los d�as de entre semana se honraba con su vellori de lo m�s fino. Ten�a en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que as� ensillaba el roc�n como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta a�os, era de complexi�n recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que ten�a el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas veros�miles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narraci�n d�l no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los m�s del a�o) se daba a leer libros de caballer�as con tanta afici�n y gusto, que olvid� casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administraci�n de su hacienda; y lleg� a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendi� muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballer�as en que leer; y as� llev� a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parec�an tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parec�an de perlas; y m�s cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desaf�o, donde en muchas partes hallaba escrito: la raz�n de la sinraz�n que a mi raz�n se hace, de tal manera mi raz�n enflaquece, que con raz�n me quejo de la vuestra fermosura, y tambi�n cuando le�a: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perd�a el pobre caballero el juicio, y desvel�base por entenderlas, y desentra�arles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Arist�teles, si resucitara para s�lo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recib�a, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejar�a de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y se�ales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como all� se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sig�enza), sobre cu�l hab�a sido mejor caballero, Palmer�n de Inglaterra o Amad�s de Gaula; mas maese Nicol�s, barbero del mismo pueblo, dec�a que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le pod�a comparar, era don Galaor, hermano de Amad�s de Gaula, porque ten�a muy acomodada condici�n para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llor�n como su hermano, y que en lo de la valent�a no le iba en zaga. En resoluci�n, �l se enfrasc� tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los d�as de turbio en turbio, y as�, del poco dormir y del mucho leer, se le sec� el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llen�sele la fantas�a de todo aquello que le�a en los libros, as� de encantamientos, como de pendencias, batallas, desaf�os, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asent�sele de tal modo en la imaginaci�n que era verdad toda aquella m�quina de aquellas so�adas invenciones que le�a, que para �l no hab�a otra historia m�s cierta en el mundo. Dec�a �l, que el Cid Ruy D�az hab�a sido muy buen caballero; pero que no ten�a que ver con el caballero de la ardiente espada, que de s�lo un rev�s hab�a partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle hab�a muerto a Rold�n el encantado, vali�ndose de la industria de H�rcules, cuando ahog� a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Dec�a mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generaci�n gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, �l solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalb�n, y m�s cuando le ve�a salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende rob� aquel �dolo de Mahoma, que era todo de oro, seg�n dice su historia. Diera �l, por dar una mano de coces al traidor de Galal�n, al ama que ten�a y aun a su sobrina de a�adidura. En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el m�s extra�o pensamiento que jam�s dio loco en el mundo, y fue que le pareci� convenible y necesario, as� para el aumento de su honra, como para el servicio de su rep�blica, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que �l hab�a le�do, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo g�nero de agravio, y poni�ndose en ocasiones y peligros, donde acab�ndolos, cobrase eterno nombre y fama. Imagin�base el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y as� con estos tan agradables pensamientos, llevado del estra�o gusto que en ellos sent�a, se di� priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que hab�an sido de sus bisabuelos, que, tomadas de or�n y llenas de moho, luengos siglos hab�a que estaban puestas y olvidadas en un rinc�n. Limpi�las y aderez�las lo mejor que pudo; pero vi� que ten�an una gran falta, y era que no ten�a celada de encaje, sino morri�n simple; mas a esto supli� su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morri�n, hac�a una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y pod�a estar al riesgo de una cuchillada, sac� su espada, y le di� dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que hab�a hecho en una semana:"; System.out.println(s.length() + ":" + s); String compressed = StringCompressor.compress(s, "UTF-8"); System.out.println(compressed.length() + ":" + compressed); String decompressed = StringCompressor.decompress(compressed, "UTF-8", s.length()*2); System.out.println(decompressed.length() + ":" + decompressed); } }